sábado, 26 de junio de 2010
Veredas
Me interno por alguna de las paralelas a la avenida, a forma de atajo, de espacio, tiempo y ruido. Cauteloso, sin miedo, por lo menos ese miedo que tienen las personas por refugiar el material que los eleva de rango humano, seguí, recto, quizás a la deriva, bajo las ramas, los balcones de aquel barrio cada vez más triste, ajeno a mi realidad, de comodidad económica, sexo sin causa, compañía sin panes, y solo preocupaciones existenciales. En la única vuelta de giro de cabeza, se me acerca un muchacho, de mi edad más o menos, y dada su destreza de dirigirse hacia mí, no quedaba pensar más que iba a ser víctima del robo común que se vive en esta ciudad. Así, continué, sin el miedo estúpido, pues no tenía nada de valor, más que un celular estúpidamente pagado por mi papá, que no me hacía falta en absoluto, y ese regalo no era más que necesidad, al menos yo así lo veía; el miedo que me salpicaba por dentro, era ser presa de la necesidad de una persona, la maldita desesperación e idiota posición de relacionarme, muy extrañamente, con un ser que solo se acerca con el fin de obtener material a cambio. Circunstancia que sucede muy a menudo, en lo cotidiano, en mi vida al menos, hasta con mi propia familia, solo que se da con diferentes máscaras; sin duda, la máscara del ladrón es la más sincera. Me pidió dinero en un principio, el cual sinceramente no tenía, y ello fue lo que le contesté dándole mis pocas monedas que tenía para regresar, a lo cuál su ansiedad se tornó más persistente a punto de tantearme los bolsillos. Mi incomodidad fue insuperable, por no decir impotencia, mi estado social chocó explosivamente con mis dichos problemas existenciales, y ante la euforia de aquel triste paisaje, me le quejé para hacerme entender, corriendo el riego de ser herido por el puñal que había decidido sacar para amenazarme y hacer más sencillo su plan de robo. Entonces mi mirada cambió enseguida, y ya ningún tipo de miedo me recorría por dentro, y me senté con la peor de las tristezas, con la impotencia empujándome seca y pesadamente hacia el suelo. Instantáneamente se construyó el crudo silencio.
Miraba con desconsuelo esa vereda, el hogar de aquel, y de tantos. Sutilmente se sentó a mi izquierda, y me empezó a explicarme porqué necesitaba mi dinero, como disculpándose y excusándose arrepentido para apaciguar su estado ante su actitud desesperante, reflejada en su acto, bien yo sabía que esa violencia era su peor peso; la imagen de su tiesa mano apretando el puñal no coincidía con su mirada implorante, de algo, de mucho. Y yo, de alguna forma, me excusé también, contándole que realizaba trabajo social con personas también en situaciones social y económicamente difíciles, lo cuál no fue más que una estúpida forma de presentarme, una máscara que tapa otra máscara. Así, comenzamos a conocernos, extraña y cómodamente, cauta y tímidamente. Aunque por momentos su ansiedad variaba desde verme perplejo en la tranquilidad, hasta nuevas amenazas insistentes por conseguir aquello que anhelaba, al menos en ese momento; aún así, supimos homogenizar los estados.
En algún momento de la charla, vinieron algunos de sus”socios”, los cuales miraban extrañados nuestra reunión en ese costado de la vereda. Le avisaron que dónde estábamos no era su zona, y que tenga cuidado con la policía que andaba circundando. Así, automáticamente, nos dirigimos hacia otra vereda, a la vuelta de aquel lugar, a sentarnos nuevamente, esta vez en el escalón de entrada a un edificio de hogares. Me contó de su vida, que no conocía a sus padres, que se educó en a calle, que se sentaba de chico varias horas en la avenida nueve de julio a ver a los adultos de la mano con sus hijos, que en esos momentos lo que más quería era un pancho con mostaza, que vivó encerrado a los diez años en un reformatorio; entonces encontramos una afición que teníamos en común: la magia. Sacó una de las monedas que me había robado, y me mostró algunos trucos muy ingeniosos, y como aficionado que soy, le pedí que me los enseñe, y comencé a imitar su movimiento de dedos para esconder la moneda. Esa minúscula pero importante transformación de un objeto de valor a una herramienta para sorprender nos hizo olvidar sin darnos cuenta de pronto, nuestras absurdas e inevitable posiciones. Así también él se sorprendió de los pocos y sencillos trucos que conozco, y por supuesto, se los enseñé. Se generó un clima de real confianza, que me hacia sentir bastante a gusto, que hasta ignoraba las miradas despectivas y de “el estúpido miedo” que mostraban las personas que circulaban hacia fuera y dentro del edificio.
Comenzó a quejarse por el hambre, y que ello era también una consecuencia de mucha droga que había estado tomando hacía unas horas antes; decidí darle mi celular, pero con la condición impuesta con mi mayor seriedad, de que piense lo que iba a hacer con el dinero, más de dos veces. Cuando saque el celular, pasaba un patrullero, disimulé la entrega para evitar la sospecha de los policías. El se asustó, preguntándome si estaba llamando al 911, me reí, entonces aproveché la estrategia para mandarle el mensaje a mi amigo de que no iba a llegar a la fiesta, que me estaban “robando”, antes de entregarle el aparato.
Nos colocamos nuevamente en el silencio, y en un segundo determinado, estalla en pena confesándome lo inútil y bajo que se sentía al hacer aquello. Llora. Me pregunta desde la más despojada sensación, si fuera una buena solución suicidarse bajo algún colectivo que pasara. Volví entonces a entender su posición, pero esta vez desde una nuevo lugar. Le contesté con una pregunta: -¿No existe algo para vos que valga la pena?
- Piensa callado.
-Si
-¿Qué?
-Me acordé de mi novia.
-¿En serio?
-Si, no sabes lo que la amo. No sé si es, pero para mí es la más linda de todas.
-Sonreí en silencio. Y luego le agregué: -yo también tenía una novia, y también es la más linda de todas, hasta más linda que la tuya. Se rió. Yo empecé a llorar.
Me peguntó: -Estoy sucio, pero igual, ¿te puedo abrazar?
Lloré en su hombro, y le conté mis vacíos.
-La mujer que amo, no me ama. Mi viejo nunca me abrazó, pero me regala un celular caro. Y también pensé mucho en matarme más de una vez.
Cesaron las últimas descontenidas lágrimas y empezó a amanecer.
- Sos un buen pive. No te mereces que te halla afanado.
- No importa, ya está.
- No, me siento rre avergonzado.
- Entonces, devolveme el celu, vamos a desayunar algo por ahí y arreglamos para juntarnos algún día.
Sin decir nada, saco todas sus monedas y me las dio para volver. Se dio media vuelta, y caminando otra vez por allí se fundió en la vereda, vacía.
Regresé extremadamente triste. Le conté a mi viejo la triste situación con la que había convivido. Fué el peor reproche de mi vida: - Vez que sos un pelotudo, ¿por qué mierda no cuidás las cosas que te regalo? ¿Sabés lo que me salió?
Después de la pelea, salí de casa, caminé largo fumando, a sentarme en otra vereda.
26-06-10
viernes, 18 de junio de 2010
Algo del sur
aunque nunca estemos seguros de la verdadera utopia de nuestra simple razon,
y aun mas alla la indescriptible felicidad, demasiado intrusos para respetarnos,
demasiado dosiles para manipularnos, demasiados deviles para ser soverbios;
se reniega nuestra seguridad de que nos amamos, y no vale la pena defraudar
a nuestras causas."
Tejiendo...
Tímidio terminé tirando tesoros tras témpanos.
Traban tinieblas, tiemblan tarados, toman tu taza, tiran tu trabajo, traidores.
Tomé tiempo.
Temblamos, teñimos, transgredimos, trucos tan tibios, tu tiesa tarde tarareando tus tímpanos, temas, tabúes.
Talvez tengamos tanta tristeza, talvez tengamos tinta, tenemos todo.
Te transofrmaste tontamente, tiernamente, te tiraste, tosiste, temiste, triunfaste, teatro.
lunes, 14 de junio de 2010
Improvisando en una nube

Sepulte mis emociones, porque no supe respetarlas, porque aun era muy joven para ponerles mi cuerpo. Decidí suicidarme, lenta y sufridamente, y sin saberlo, en algún momento fallecí. Y empecé a vivir en el cielo, y allí empecé a conocer otro lugar, a vivir en el, con sus reglas, sus dificultades, sus paisajes, y de a poco, fui olvidando lo que era estar vivo en la tierra. Caminé por diferentes senderos entre las nubes, y de vez en cuando llegué a relacionarme con algún humano vivo perdido por allí, luego ellos de volar tan alto, y pude ayudarlos a volver a la tierra; siempre supe indicarles bien el camino a estas personas, aunque sentía algo de melancolía cuando no las volvía a ver jamás. Son increíbles, siempre admiré a aquellos por poder volar tan lejos como nadie, fabulosos los intrépidos que exploran el cielo. Descanse sentado sobre nubes de distintos tipos y formas, pensando, no podía mirar el cielo, porque ya estaba en él, simplemente miraba hacia, y de vez en cuando alguna ojeada a la tierra. En mis avistares reconocía ciertas tradiciones en la tierra de los vivos que aun me parecían muy familiares, hasta a veces me daban risas. Y todo lo demás desconocido que veía, simplemente lo admiraba, inmutado desde la comodidad de mis bancos de algodón gigantes.
El día que olvidé por completo el mundo de los vivos, empecé a explorar el cielo por completo, decidí que sería un gran explorador, y que atravesaría absolutamente todas las nubes, desde que nacen en el océano, hasta que mueren en la cordillera. Así comencé, como el muerto aventurero que era, a emprender mi fugaz viaje hacia lo más lejano del cómodo y aburrido sillón de algodón. Comencé por dirigirme a la zona más cálida en medio del océano atlántico, y allí pude admirar el lento e increíble nacimiento de una nube. Las nubes no nacen como nace una flor, ni como nace la abeja que vive de y para ella, ni como nacen los humanos, ni los animales. Son miles y miles de microgotas diminutas que se elevan desde distintos lugares de la superficie, y cuando llegan a una altura determinada, que por cierto da bastante vértigo, se unen entre todas por alguna mágica razón, y dan origen al ciclo de vida a una nueva nube, única e irrepetible. Puedo comparar esta especie de parto, solo con el parto de las ideas, o los sentimientos talvez; en si, en ese momento no me importaba, simplemente era bello presenciar un nacimiento.
Subí a una de ellas, para seguir mi viaje ya como un pasajero, es decir, aunque algo de miedo me produjo, dejé llevarme por lo que el viento decidió hacer del destino de mi transporte y de esa forma, improvisar yo también mi propio sendero y por ende mi destino, lo cuál comenzó una forma más divertida de conocer. Los paisajes eran increíbles, las puestas de sol, y sobre todo el viento despeinándome una y otra vez, condimento indispensable en cualquier tipo de travesía. Así viajamos, la nube joven, clara y ágil y yo. Recorrimos desiertos y selvas, mares y ríos, ciudades y pueblitos, siempre con el viento como timón y motor, y la vista alta e imponente hacia el horizonte. Ya sin mas miedo a la improvisación, comencé a tomarle un cierto afecto a mi transporte, más allá que lo había visto nacer, y por eso tuve un vínculo muy cuidado, el compartir lo intrépido y aventurero, nos hizo grandes amigos. Éramos como una familia de a dos con un solo objetivo.
Ya habiendo disfrutado muchísimos kilómetros juntos, y habiendo conocido casi medio mundo, mi nube empezó a tornarse cada vez mas oscura, pasando por un gris que me hacia preocupar de que esté enfermando, hasta un gris oscuro que me hacía temer y a la vez sufrir de su posible muerte. Ella, completamente natural y sin reproches, me explicó que era solo parte de su labor de nube, y como toda nube, enriquecer a alguna superficie de tierra que lo precisara. Me entristecí por comprender el sacrificio de mi único amigo en el cielo, y cuando por fin, cumplió su función como nube, mi cabina cómoda y segura pasó a ser un inestable sostén frío, oscuro de dónde no podía relajarme ni un segundo sin pensar en caerme y por ello perderme del resto del viaje. Así, a duras penas, continuamos, yo sin perder forzosamente el equilibrio por obvia razón, sin dormir, casi sin pestañar. Cada vez más alto, cada vez más frío. Como por las noches no dormía, y tampoco podía mirar el cielo, porque reitero, ya estaba allí, pude observar las estrellas, un poco más de cerca que cuando estaba vivo. Y en una desvela, desde mi enorme altura, noté minuciosamente, que no estaban quietas, ellas viajaban al igual que la nube, algo bastante más rápido pero no más a prisa, por ese espacio claramente más frío y oscuro que el cielo. A dónde se dirigían y si tenían alguna labor como la nube, eran sólo incógnitas que no supe responderme, así simplemente las admiré como verdaderas intrépidas del espacio, hasta que amaneció y desaparecieron de mi alcance.
Ese mismo día, cuando aún no llegaba el sol caliente del mediodía, mi nube y yo avistamos al fin tierra frente nuestro, los picos de las imponentes montañas completamente grises de la gran cordillera, reales gigantes de piedra; ambos sabíamos que ese sería el final de nuestra amistad, y de alguna forma en lo helado y triste de ese momento, pude agradecerle a ella y al viento la aventura que me regalaron. Al menos sabíamos que íbamos a morir juntos. La muralla gris de roca dura comenzó a agrandarse más y cada vez más. Sin temor, con fuerza y orgullo, nos elevamos al chocar con su ladera en un brusco golpe que me hizo caer al vacío como un paracaidista, pero sin paracaídas; giré y seguí girando, me golpeé y comencé a sangrar, sentí mis huesos romperse, el dolor de tocar lo sólido y rígido, los arañazos de las espinas, los golpes de las piedras, y al fin, la llanura.
Sin poder mover un músculo, inmediatamente sin pensarlo, miré hacia la altura, y mi nube ya no estaba. Me arrastré buscando ayuda, desarmado, gateando en el peor de los lugares. Encontré un río donde beber, pasto sobre descansar, y algo de comida. Recuperándome y haciéndoseme raramente conocido ese lugar, comencé a subsistir de a poco, conocí animales, humanos no tan aventureros, pero si sabios, nuevos paisajes. Aún así, extrañaba desesperadamente a mi difunto amigo.
En una tarde de puesta naranja de sol, decidí recordarlo en su lecho de muerte. Escalé difícilmente, atravesando los obstáculos de espinas y piedras filosas. Cuando al fin llegué a la sima, me sorprendí al ver tan bello paisaje, tan lleno y pleno.
Aquella nube, con cada una de sus miles de gotas, pintó de nieve la grisura en la altura, para hacerse una gran obra de arte que quedará para siempre allí.
Marco 13-06-10