lunes, 14 de junio de 2010

Improvisando en una nube


Sepulte mis emociones, porque no supe respetarlas, porque aun era muy joven para ponerles mi cuerpo. Decidí suicidarme, lenta y sufridamente, y sin saberlo, en algún momento fallecí. Y empecé a vivir en el cielo, y allí empecé a conocer otro lugar, a vivir en el, con sus reglas, sus dificultades, sus paisajes, y de a poco, fui olvidando lo que era estar vivo en la tierra. Caminé por diferentes senderos entre las nubes, y de vez en cuando llegué a relacionarme con algún humano vivo perdido por allí, luego ellos de volar tan alto, y pude ayudarlos a volver a la tierra; siempre supe indicarles bien el camino a estas personas, aunque sentía algo de melancolía cuando no las volvía a ver jamás. Son increíbles, siempre admiré a aquellos por poder volar tan lejos como nadie, fabulosos los intrépidos que exploran el cielo. Descanse sentado sobre nubes de distintos tipos y formas, pensando, no podía mirar el cielo, porque ya estaba en él, simplemente miraba hacia, y de vez en cuando alguna ojeada a la tierra. En mis avistares reconocía ciertas tradiciones en la tierra de los vivos que aun me parecían muy familiares, hasta a veces me daban risas. Y todo lo demás desconocido que veía, simplemente lo admiraba, inmutado desde la comodidad de mis bancos de algodón gigantes.

El día que olvidé por completo el mundo de los vivos, empecé a explorar el cielo por completo, decidí que sería un gran explorador, y que atravesaría absolutamente todas las nubes, desde que nacen en el océano, hasta que mueren en la cordillera. Así comencé, como el muerto aventurero que era, a emprender mi fugaz viaje hacia lo más lejano del cómodo y aburrido sillón de algodón. Comencé por dirigirme a la zona más cálida en medio del océano atlántico, y allí pude admirar el lento e increíble nacimiento de una nube. Las nubes no nacen como nace una flor, ni como nace la abeja que vive de y para ella, ni como nacen los humanos, ni los animales. Son miles y miles de microgotas diminutas que se elevan desde distintos lugares de la superficie, y cuando llegan a una altura determinada, que por cierto da bastante vértigo, se unen entre todas por alguna mágica razón, y dan origen al ciclo de vida a una nueva nube, única e irrepetible. Puedo comparar esta especie de parto, solo con el parto de las ideas, o los sentimientos talvez; en si, en ese momento no me importaba, simplemente era bello presenciar un nacimiento.

Subí a una de ellas, para seguir mi viaje ya como un pasajero, es decir, aunque algo de miedo me produjo, dejé llevarme por lo que el viento decidió hacer del destino de mi transporte y de esa forma, improvisar yo también mi propio sendero y por ende mi destino, lo cuál comenzó una forma más divertida de conocer. Los paisajes eran increíbles, las puestas de sol, y sobre todo el viento despeinándome una y otra vez, condimento indispensable en cualquier tipo de travesía. Así viajamos, la nube joven, clara y ágil y yo. Recorrimos desiertos y selvas, mares y ríos, ciudades y pueblitos, siempre con el viento como timón y motor, y la vista alta e imponente hacia el horizonte. Ya sin mas miedo a la improvisación, comencé a tomarle un cierto afecto a mi transporte, más allá que lo había visto nacer, y por eso tuve un vínculo muy cuidado, el compartir lo intrépido y aventurero, nos hizo grandes amigos. Éramos como una familia de a dos con un solo objetivo.

Ya habiendo disfrutado muchísimos kilómetros juntos, y habiendo conocido casi medio mundo, mi nube empezó a tornarse cada vez mas oscura, pasando por un gris que me hacia preocupar de que esté enfermando, hasta un gris oscuro que me hacía temer y a la vez sufrir de su posible muerte. Ella, completamente natural y sin reproches, me explicó que era solo parte de su labor de nube, y como toda nube, enriquecer a alguna superficie de tierra que lo precisara. Me entristecí por comprender el sacrificio de mi único amigo en el cielo, y cuando por fin, cumplió su función como nube, mi cabina cómoda y segura pasó a ser un inestable sostén frío, oscuro de dónde no podía relajarme ni un segundo sin pensar en caerme y por ello perderme del resto del viaje. Así, a duras penas, continuamos, yo sin perder forzosamente el equilibrio por obvia razón, sin dormir, casi sin pestañar. Cada vez más alto, cada vez más frío. Como por las noches no dormía, y tampoco podía mirar el cielo, porque reitero, ya estaba allí, pude observar las estrellas, un poco más de cerca que cuando estaba vivo. Y en una desvela, desde mi enorme altura, noté minuciosamente, que no estaban quietas, ellas viajaban al igual que la nube, algo bastante más rápido pero no más a prisa, por ese espacio claramente más frío y oscuro que el cielo. A dónde se dirigían y si tenían alguna labor como la nube, eran sólo incógnitas que no supe responderme, así simplemente las admiré como verdaderas intrépidas del espacio, hasta que amaneció y desaparecieron de mi alcance.

Ese mismo día, cuando aún no llegaba el sol caliente del mediodía, mi nube y yo avistamos al fin tierra frente nuestro, los picos de las imponentes montañas completamente grises de la gran cordillera, reales gigantes de piedra; ambos sabíamos que ese sería el final de nuestra amistad, y de alguna forma en lo helado y triste de ese momento, pude agradecerle a ella y al viento la aventura que me regalaron. Al menos sabíamos que íbamos a morir juntos. La muralla gris de roca dura comenzó a agrandarse más y cada vez más. Sin temor, con fuerza y orgullo, nos elevamos al chocar con su ladera en un brusco golpe que me hizo caer al vacío como un paracaidista, pero sin paracaídas; giré y seguí girando, me golpeé y comencé a sangrar, sentí mis huesos romperse, el dolor de tocar lo sólido y rígido, los arañazos de las espinas, los golpes de las piedras, y al fin, la llanura.

Sin poder mover un músculo, inmediatamente sin pensarlo, miré hacia la altura, y mi nube ya no estaba. Me arrastré buscando ayuda, desarmado, gateando en el peor de los lugares. Encontré un río donde beber, pasto sobre descansar, y algo de comida. Recuperándome y haciéndoseme raramente conocido ese lugar, comencé a subsistir de a poco, conocí animales, humanos no tan aventureros, pero si sabios, nuevos paisajes. Aún así, extrañaba desesperadamente a mi difunto amigo.

En una tarde de puesta naranja de sol, decidí recordarlo en su lecho de muerte. Escalé difícilmente, atravesando los obstáculos de espinas y piedras filosas. Cuando al fin llegué a la sima, me sorprendí al ver tan bello paisaje, tan lleno y pleno.

Aquella nube, con cada una de sus miles de gotas, pintó de nieve la grisura en la altura, para hacerse una gran obra de arte que quedará para siempre allí.

Marco 13-06-10

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