viernes, 30 de abril de 2010
¿Dónde comienza el exilio?
jueves, 29 de abril de 2010
Cae la gota, la gota, la gota, la gota, la gota...
Cae la gota, inevitablemente, reiteradamente, siguiendo su propio ritmo, dirigiendo con su batuta el pasar de ratos, con movimientos relajados hasta el hartazgo. Miro con dequebrajadez el clima salpicando mi ventana, haciéndose presencia imponente hacia la ciudad, con sus edificios desabrigados tomando baños de invierno. El esclarecer del sol no se hace cargo, el poético traspasar de la noche al día pareció camuflarse, nadie notó aquel tímido amanecer. La danza de la rutina no se hace esperar, cada uno que miro en las calles inmuta su paso, su mirada y depositan en su senda diaria la resignación de la jornada perdida. No hay paraguas que detenga el golpe mojado que regala el colectivo apurado en su prisa, anunciando en cada frenada lo interminable que puede llegar a ser el recorrido cuando gira infinitamente alrededor del centro. Las ventanas no dejan ver el exterior, a consecuencia de torrentes de vapor escapándose en cada suspiro; los pulmones agitados aceleran, se empeñan en empañar la gran ventana de detrás. Lo único que los abriga un poco es la cantidad, rebalsados pasillos de empujones cálidos, para intentar encontrar un lugar y descansar aunque sea algunos segundos para pensar en otra cosa que no sean las miradas firmes penetrantes, con desesperación, suplicio, y al mismo tiempo, neutras completamente.
Se reafirman una vez más en los caños congelados que recorren el espacio, sólo en paralelas y perpendiculares, luchando en masa contra la inercia y la centrípeta, acompañando en conjunto a la máquina oxidada. En un instante indeciso otra súbita frenada atrasa la campaña, haciendo notar sus chirridos de descontento. Con lentitud, despreocupación y elegancia sube las escaleras, se llega a asomar lo mínimo e indispensable para conversar con el hombre gordo y serio que conduce, y así una vez más poder cumplir en el juego de viajar, haciéndose paso con sus botas de aventura, su capa impenetrable y su gorro de fábulas. Por mas que se observe aquel cuadro sin ningún tipo de detallismo, es imposible que ella se mimetice con aquel ambiente, más allá de sus atuendos coloridos y su corta edad, la exuberancia de sus movimientos acompañada de su inocente y desnuda sonrisa, impenetrable, orgullosa e independiente.
Atraviesa sin cautelo aquellas murallas de piernas con uniformes de colores neutros y bolsos que aguardan solo papeles y objetos vitales para la supervivencia. Se hace paso en un diminuto rincón entre asientos y personas desestimadas, para tomarse en un lugar firme, y solo añorar sus proyectos. Una anciana deja su lugar, para hacerse lugar por fin a su destino, dirigiéndose sin exclamar a la puerta de salida. Una vez más se propicia la maquina a la brusca e insensible frenada.
La anciana baja dos escalones antes de cesar la inercia, se detiene en aquel cuadro deplorable y cotidiano, vacío por repetición. Observa a aquella muchacha enérgica y distraída, con sus ojos posados en la imaginación, en sus planes de juegos, lejos del peso de la desesperación. Entiende en ese segundo que aquellos pantalones grises, bolsos, piernas amuchadas no la dejan ver la realidad de los rostros con miradas firmes y penetrantes, con desesperación y suplicio, ni el vidrio empañado, ni la seriedad del hombre gordo, ni los caños en paralelas y perpendiculares, ni las ventanas salpicadas por el viento, ni la gota que cae en los ojos de aquellos, irremediable y constantemente, dirigiendo con su batuta la danza interminable de la insensata rutina que opaca los vidrios. La anciana sonríe, deja aquel suplicio, y se encomienda a su destino. Habiendo recordado a la niña, rompiendo el esquema del ambiente, desentonó con algo tan imperdible que era su propia sonrisa.
Infancias
Los muros no se rompen, se convierten en lágrimas, y ellas abren placares enteros de desorden, juguetes viejos empolvorientos y costumbres sin argumentos que solo gritan a las risas para llamarlas a comer, para atragantarse con la comida y luego salir afuera, otra vez, a jugar, a crear castillos, sin muros, a viajar al fin del mundo, en bicicleta, a romper, ensuciar, desquebrajar sin importar, la ropa, la transpiración, el cansancio y la satisfacción del día realizado, un atardecer de humos y aromas, las ansias del mañana, el compromiso de volver, el regocijo tan necesitado, las mantas tan frías, tanta suavidad después de tanta tierra seca, un sueño sin pensamientos, sin relojes sin dinero.
Jugar era algo muy serio.
miércoles, 28 de abril de 2010
Debajo de los piés
Lo inevitable es querer entenderlo todo, desde la mínima sugestión hasta el roce de la impresión de cien miradas aplastando lo poco que nos queda de autoestima, cumpliendo el rol ejercitando la perfección y dando los exámenes obligatorios en cada estrado. Lo aún más inevitable es querer huir de la misteriosa condena que esperamos irremediablemente al final del juego, que ni siquiera entendemos, y la desesperanza crece a todo furor de marionetas extinguidas de los viejos recuerdos que es todo lo que queda, polvo. Y si al polvo vamos, por caminos correctos o incorrectos, esclarece que reviviremos el tibio aroma del encierro y el recuerdo, para cumplir con la entupida nostalgia y llorar con cuotas de intereses que nos incrementan nuestra deuda desde el primer día que concebimos la primer lágrima. Atados hasta el juicio, escurriéndonos de los roedores de las afanes aventuras perdidas, ansiando la meta, criticando las ofertas, proyectando y acariciando la bola de cristal, todas las noches, sin suspirar, ni la más mínima perspicacia del momento suspendido en la desorientación espontánea.
Improvisamos, con cada persona que aparece, pues sabemos, y podemos estar seguros de sí, entendiéndome o no, el saber es el saber y no queda más que eso, lo de más no tiene relevancia, y queda oculto bajo los pies de la persona que nos mira, firmemente, aclamando la transparencia que la actuación tapa, como un vidrio con barro que se seca con el tiempo que nos intolera más que nosotros mismos. Se acerca la hora, un grano de arena más perdido, espero que queden muchos, y caigan pocos, se agregan menos. El ritmo de la preocupación que no cede espacio al ocio del domingo, la cima del proyecto que me vence a mi mismo, que por el pierdo todo, la frustraciones que hunden, la implacable hinchazón de la frente erguida y suspendida en gotas de sudor que estremecen y otra vez no quiero estar más allí, parado, callado, mirando a ambos lados, de traje, una corbata ajustada, un lugar reluciente. La suave música de fondo enloquece aún más los sentidos, exhausto y exaltado, llevando el peso, inevitable e innecesario.
Lo demás se esconde debajo de los pies de quien nos mira, y el reflejo es solo nuestra solemne sinceridad, que pareciera extinguirse en el recuerdo de 3er grado, cuando los lápices afilados dictaban al compás de la profesora las reglas que debíamos jugar, y ni siquiera la entendimos, por crueldad, por miedo, por ser enseñados a no cuestionar, por entender algo que no podemos entender, por ansiar lo q no amamos, para mostrar lo q creamos y no la imaginación que planea la creación.
Gira girando...
Vuelve el mundo a girar con irrelevancia
Por el lado del ciego que todo lo perturba
Al desfile de idiotas que cantan su victoria
Al batallón de idiotas que adulan su fortuna
Canta la despojada el vacío que la consuela
Se llena el vientre mojado de dominio
Sueña cada noche no perder
El vacío que la llena
Mira el resentimiento de espaldas al reloj
Se sienta una vez más a predicar el silencio
Sufre tiernamente la necesidad
Mira con pavor la desventura repetida
Cientos de transparentes dispersados
Aclamando la desesperación de la suerte exclusiva
Desgastados en el rol de la pobreza
Desconocidos, si nada, que perder
Muere el amante de la razón
Enciende su revolucionaria locura
Palabras que dejan su fuerza
Sentido que pierde destreza
Instinto que se domestica
Imaginación que se aburre
Miles de almas que no conviven
Giran con irrelevancia.