Cae la gota, inevitablemente, reiteradamente, siguiendo su propio ritmo, dirigiendo con su batuta el pasar de ratos, con movimientos relajados hasta el hartazgo. Miro con dequebrajadez el clima salpicando mi ventana, haciéndose presencia imponente hacia la ciudad, con sus edificios desabrigados tomando baños de invierno. El esclarecer del sol no se hace cargo, el poético traspasar de la noche al día pareció camuflarse, nadie notó aquel tímido amanecer. La danza de la rutina no se hace esperar, cada uno que miro en las calles inmuta su paso, su mirada y depositan en su senda diaria la resignación de la jornada perdida. No hay paraguas que detenga el golpe mojado que regala el colectivo apurado en su prisa, anunciando en cada frenada lo interminable que puede llegar a ser el recorrido cuando gira infinitamente alrededor del centro. Las ventanas no dejan ver el exterior, a consecuencia de torrentes de vapor escapándose en cada suspiro; los pulmones agitados aceleran, se empeñan en empañar la gran ventana de detrás. Lo único que los abriga un poco es la cantidad, rebalsados pasillos de empujones cálidos, para intentar encontrar un lugar y descansar aunque sea algunos segundos para pensar en otra cosa que no sean las miradas firmes penetrantes, con desesperación, suplicio, y al mismo tiempo, neutras completamente.
Se reafirman una vez más en los caños congelados que recorren el espacio, sólo en paralelas y perpendiculares, luchando en masa contra la inercia y la centrípeta, acompañando en conjunto a la máquina oxidada. En un instante indeciso otra súbita frenada atrasa la campaña, haciendo notar sus chirridos de descontento. Con lentitud, despreocupación y elegancia sube las escaleras, se llega a asomar lo mínimo e indispensable para conversar con el hombre gordo y serio que conduce, y así una vez más poder cumplir en el juego de viajar, haciéndose paso con sus botas de aventura, su capa impenetrable y su gorro de fábulas. Por mas que se observe aquel cuadro sin ningún tipo de detallismo, es imposible que ella se mimetice con aquel ambiente, más allá de sus atuendos coloridos y su corta edad, la exuberancia de sus movimientos acompañada de su inocente y desnuda sonrisa, impenetrable, orgullosa e independiente.
Atraviesa sin cautelo aquellas murallas de piernas con uniformes de colores neutros y bolsos que aguardan solo papeles y objetos vitales para la supervivencia. Se hace paso en un diminuto rincón entre asientos y personas desestimadas, para tomarse en un lugar firme, y solo añorar sus proyectos. Una anciana deja su lugar, para hacerse lugar por fin a su destino, dirigiéndose sin exclamar a la puerta de salida. Una vez más se propicia la maquina a la brusca e insensible frenada.
La anciana baja dos escalones antes de cesar la inercia, se detiene en aquel cuadro deplorable y cotidiano, vacío por repetición. Observa a aquella muchacha enérgica y distraída, con sus ojos posados en la imaginación, en sus planes de juegos, lejos del peso de la desesperación. Entiende en ese segundo que aquellos pantalones grises, bolsos, piernas amuchadas no la dejan ver la realidad de los rostros con miradas firmes y penetrantes, con desesperación y suplicio, ni el vidrio empañado, ni la seriedad del hombre gordo, ni los caños en paralelas y perpendiculares, ni las ventanas salpicadas por el viento, ni la gota que cae en los ojos de aquellos, irremediable y constantemente, dirigiendo con su batuta la danza interminable de la insensata rutina que opaca los vidrios. La anciana sonríe, deja aquel suplicio, y se encomienda a su destino. Habiendo recordado a la niña, rompiendo el esquema del ambiente, desentonó con algo tan imperdible que era su propia sonrisa.
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